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Parroquia "San José de Chacao"
Página Web Oficial del Complejo Parroquial "San José de Chacao" – Arquidiócesis de Caracas
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«Ve, Señor, mi aflicción y mi penar, quita todos mis pecados» (SI 25, 18).
1.— «Si el malvado se convierte de todos los pecados que ha cometido y observa todos mis preceptos… vivirá sin duda, no morirá… Si el justo se aparta de su justicia y comete el mal… morirá a causa de la infidelidad a que se ha entregado y del pecado que ha cometido» (Ez 18, 21-24). Así habla el Señor por boca de Ezequiel. Mientras se asegura la salvación a los pecadores que se convierten, a los justos que abandonan el camino recto se les amenaza con la perdición. Si el valor de la conversión es tan grande como para anular todos los pecados cometidos anteriormente, no es menor el daño de la inconstancia en el bien, ya que puede destruir toda una vida llena de obras buenas.
Nadie puede estar seguro de sí mismo. «El que cree estar en pie, mire no caiga» (1Cr 10, 12). Incluso el que vive habitualmente en gracia y tal vez profesa vida de perfección, no puede jamás dejar de estar muy atento y vigilante. Es del todo necesario guardarse no sólo de cometer culpas graves, sino también las que se llaman leves. Porque el pecado venial es siempre ofensa de Dios, se opone a la caridad y, aunque no la destruya, la enfría, disminuye su impulso, retarda e impide su desarrollo. El pecado venial no rompe la amistad con Dios, pero cuando se le comete habitualmente y con plena deliberación, pone en grave riesgo la caridad. No es raro el caso de personas, que habiéndose entregado con sincero fervor al Señor, después de un cierto tiempo comienzan a condescender con el egoísmo, con la pereza y las demás pasiones, no saben imponerse esfuerzos generosos para vencerse a sí mismas y se abandonan a continuas negligencias, a la desgana, con frecuentes omisiones voluntarias. Su vida espiritual se reduce a una especie de letargo, que no siendo ciertamente la muerte, de ninguna manera tiene la frescura y el vigor de una vida sana y robusta. El fervor de la caridad se ha apagado ya.
Santa Teresa de Jesús, avisando del peligro de semejante situación, escribe: «… cuando no sintáis disgusto por una falta que hayáis cometido, temed siempre porque el pecado, aunque sea venial se debe sentir con dolor hasta lo profundo del alma… Por amor de Dios, procurad con toda diligencia de no cometer jamás un solo pecado venial, por pequeño que sea… ¿Qué cosa puede ser pequeña siendo ofensa de una tan grande Majestad?» (Cm 41, 3).
2.— Son ciertamente muy diferentes los pecados veniales que se nos escapan por fragilidad, por El hombre no querría condescender a ningún precio, pero siendo aún débil, cae cuando llega la tentación, especialmente si ésta le ha sorprendido de una forma inesperada. Sin embargo, apenas se da cuenta de la caída, siente un sincero dolor de la culpa, se arrepiente de ella, pide perdón al Señor, se levanta de nuevo y reemprende el camino. Estas caídas o pecados no perjudican gravemente, son más bien indicio de debilidad, de inmadurez espiritual. Si además, frente a esas caídas el hombre sabe humillarse sinceramente, puede sacar de ellas verdadero provecho; en particular, una conciencia más profunda de la propia miseria que le hará desconfiar totalmente de sí mismo para poner sólo en Dios toda confianza. Habrá experimentado en su vida propia la grande verdad y realidad de aquellas palabras de Jesús: «Sin mí, no podéis hacer nada» (Jn 15, 5). No pocas veces el Señor permite semejantes caídas precisamente para dar al hombre la conciencia práctica de su nada, para fundamentarlo fuertemente en la humildad, base de toda vida espiritual.
Santa Teresa del Niño Jesús, hablando de tales faltas, se atrevía a afirmar que «no desagradan al Señor», porque justamente no dependen de la mala voluntad, sino más bien de la debilidad de la naturaleza humana. Para estar ciertos que la voluntad es buena, realmente opuesta al pecado, existe una constatación muy sencilla indicada por Jesús, y que es al mismo tiempo condición necesaria para que la oración sea agradable a Dios: «Si al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo que reprocharte, deja tu ofrenda allí, delante del altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, luego vuelves y presentas tu ofrenda» (Mt 5, 23-24). Quien no procura ponerse en paz con el prójimo, no puede considerarse libre de pecado voluntario; su amistad con Dios no es fervorosa, porque no tiene la fuerza para cumplir este deber fundamental. El Señor no toma en serio ciertas faltas que se escapan a nuestra fragilidad humana, pero da grande importancia a todo aquello que hiere y rompe la paz y la armonía entre los hermanos.
Desde lo hondo a ti grito, Señor. Señor, escucha mi voz, estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica. Si llevas cuenta de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir? Pero de ti procede el perdón, y así infundes respeto.
Mi alma espera en el Señor, espera en su Palabra. Mi alma aguarda al Señor, más que el centinela a la aurora. Aguarde Israel al Señor… porque del Señor viene la misericordia, la redención copiosa; y él redimirá a Israel de todos los delitos. (Salmo 130).
Peccavi, Domine, miserere mei! Perdóname, Padre, perdóname, a mí, miserable e ingrata a las infinitas gracias que de ti he recibido. Confieso que sólo tu bondad me ha conservado como esposa tuya, aunque por mis defectos te haya sido siempre infiel. Peccavi, Domine, miserere mei!
¿Y tú, alma mía, qué haces? ¿No sabes que Dios está continuamente viéndote? Debes saber que nunca puedes esconderte a su mirada, pues ninguna cosa le está oculta… Pon, pues, punto final a tus iniquidades y despiértate.
¡Oh Dios eterno, oh piadoso y misericordioso Padre, ten piedad de nosotros, porque estamos ciegos, sin ver nada, y sobre todo yo, miserablemente miserable… Tú, verdadero sol, entra en mi alma e ilumíname con tu luz… Arroja de mi alma las tinieblas y dale la luz; derrite en ella el hielo del amor propio e infúndele el fuego de tu caridad. (STA. CATALINA DE SIENA, Plegarias y Elevaciones).
Señor, he pecado: ten piedad de mí, pobre pecador. Haz que llegue a mi corazón el agua de las lágrimas y del arrepentimiento sincero, para que pueda purificar mi alma de sus culpas, antes de que me aparte de ti. Señor, dame tu gracia y tu misericordia, para que me sirvan de ornato y esplendor, de manera que pueda complacerte, Señor. Dame la buena voluntad y la perseverancia, para que me renueve incesantemente en tu servicio y en tu alabanza. (RUYSBROECK, Obras, V, 1).
Tomado del Libro INTIMIDAD DIVINA, Meditaciones sobre la vida interior
para la Cuaresma y Semana Santa, del P Gabriel de Santa María Magdalena O.C.D