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Parroquia "San José de Chacao"
Página Web Oficial del Complejo Parroquial "San José de Chacao" – Arquidiócesis de Caracas
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«Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (Gal 6, 14).
1. —«Voy a recoger a los israelitas, voy a congregarlos de todas partes… Los haré un solo pueblo… No volverán a profanarse… Mi siervo David será su rey, pastor único de todos ellos… Haré con ellos alianza de paz, alianza eterna pactaré con ellos» (Ez 37, 21-26). La profecía de Ezequiel tiene en el Evangelio de Juan una conmovedora verificación. Refiriendo la sentencia por la que Caifás decretaba la muerte de Jesús: «os conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera» (Jn 11, 50), el Evangelista comenta: «por ser sumo sacerdote aquel año, habló proféticamente anunciando que Jesús iba a morir por la nación; y no sólo por la nación, sino también para reunir a los hijos de Dios dispersos» (ibid 51-52). La intención de Caifás era la de deshacerse de Cristo para salvaguardar los intereses políticos de la nación; pero en los planes de Dios la muerte de Jesús es un acontecimiento de trascendencia mayor y más amplia: de ella dependerá la salvación espiritual de Israel, y no sólo la de Israel, sino la de todas las naciones, la de todos los hijos de Dios dispersos por el mundo. En el sacrificio de Cristo la profecía de Ezequiel se cumple del modo más pleno, con toda amplitud: todos los hombres serán purificados del pecado en la sangre de Cristo, y en ella se pactará la nueva y eterna alianza entre Dios y el género humano. Cristo —muerto y resucitado— será el único rey y pastor que reunirá a todos los hombres en un solo pueblo, para formar: el pueblo de Dios.
Una vez más aparece claro que la Cruz de Cristo se sitúa en el centro mismo de la historia del mundo: de ella depende la vida, la salvación, la felicidad de toda criatura. «Tu Cruz adoramos, Señor —canta la Liturgia del Viernes santo—, porque sólo por el madero ha venido la alegría al mundo entero» (MR). Como el árbol del fruto prohibido fue causa del pecado, y por lo tanto de la muerte, así el árbol de la Cruz es causa de la redención y de la vida. Por eso, el cristiano ama la Cruz de Cristo, confía en ella, y la saluda: «¡Salve, oh Cruz, única esperanza!… A los justos acrecientas la gracia y a los pecadores concedes el perdón!» (BR).
2. — «El mensaje de la cruz es necedad para los que están en vías de perdición; pero para los que están en vías de salvación —para nosotros— es fuerza de Dios» (1Cor 1, 18). Para quien no cree en Cristo la cruz es un absurdo inaceptable; pero para los que le siguen y aman «es fuerza de Dios», fuerza que redime, que salva, que santifica. Cuanto más una criatura aspira a la santidad, tanto más debe amar la cruz, y no sólo la Cruz con la que fue redimida, sino la cruz personal que la asocia al misterio de la muerte de Cristo para hacerla partícipe del misterio de la vida del mismo Cristo. «¡Oh almas que os queréis andar seguras y consoladas en las cosas del espíritu —exclama san Juan de la Cruz—, si supieseis cuánto os conviene padecer sufriendo para venir a esa seguridad y consuelo!» (LI 2, 28). El hombre está tan amasado de egoísmo y de orgullo, que para alcanzar la unión con Dios necesita ser purificado y trasformado en el fondo de su ser. Sólo Dios puede realizar en él este trabajo de purificación y de trasformación, y lo hace por medio de la cruz. Por eso, cuando él irrumpe en la vida de una criatura con pruebas interiores y exteriores, atribulándola en el cuerpo y en el espíritu, entonces es precisamente cuando le concede una de sus mayores gracias, índice de sus planes de amor y de santidad hacia ella.
Cristo cumplió la obra de la reconciliación del género humano con Dios «al tiempo y punto en que estuvo más aniquilado en todo…: acerca de la reputación de los hombres; porque como le veían morir, antes hacían burla de él que le estimaban en algo; y acerca de la naturaleza, pues en ella se aniquilaba muriendo; y acerca del amparo y consuelo espiritual del Padre, pues en aquel tiempo le desamparó… Para que entienda el buen espiritual el misterio de la puerta y del camino de Cristo para unirse con Dios, y sepa que cuanto más se aniquilare por Dios…, tanto más se une a Dios y tanto mayor obra hace» (S. Juan de la Cruz, S II, 7, 11). Cuanto más una criatura está convencida de esta verdad, tanto menos atrevidas le parecen las expresiones de san Pablo acerca de la cruz de su Señor, sino que hace de ella el programa de la propia vida: «Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo» (Gál 6, 14).
¡Salve, oh Cruz vivificadora, oh invencible trofeo de la piedad, oh Puerta del paraíso, fortaleza de los creyentes, baluarte de la Iglesia! Por ti ha sido aniquilada la corrupción, absorbido y destruido el poder de la muerte, y por ti hemos sido elevados de la tierra a las cosas celestiales. Huella invencible, adversario de los demonios, gloria de los mártires, verdadero ornato de los santos, puerta de salvación…
¡Salve, Cruz del Señor! Por ti la humanidad fue liberada de la maldición. Tú eres el signo de la verdadera alegría, tú, que con tu exaltación derrotaste a todos tus enemigos. ¡Oh veneradísima! Tú eres nuestro socorro, la fuerza de los reyes, la firmeza de los justos, la dignidad de los pecadores…
¡Salve, Cruz preciosa, guía de los ciegos, médico de los enfermos, resurrección de los muertos! Tú nos levantaste cuando caímos en la corrupción. Tú terminaste, con la corrupción e hiciste florecer la inmortalidad. Por ti los mortales fuimos divinizados y derribado el demonio… Hoy besamos tu Cruz preciosa, ¡oh Cristo!, con nuestros labios indignos, pecadores como somos.
Te cantamos, ¡oh Cristo!, a ti, que quisiste ser enclavado; y con el ladrón te gritamos: «¡Haznos dignos de tu Reino!» (Liturgia oriental, de Los días del Señor).
¡Oh Dios Hombre sometido a pasión!, te suplico con toda mi alma, haz que nunca aparte mis ojos de ti. Si me mantengo apoyada en ti, tú me inflamarás toda entera. Procuraré, con todas mis posibilidades, dirigir y fijar en ti mi mirada. Quiero volver continuamente a ti y recorrer contigo el camino de la Pasión y de la Cruz.
¡Oh Dios Hombre afligido!, sé tú mi apoyo. Quien pudiese contemplarte tan pobre y colmado de inefable y continuo dolor, despreciado y anonadado, y esta visión fuese fruto de la gracia, ciertamente te seguiría por el camino de la pobreza, del continuo sufrir, del envilecimiento y del desprecio. Cuando nos alcanza el sufrimiento, es señal de que somos tus elegidos, amado Señor, de que nos das la prenda de tu amor. Fijemos, pues, nuestra mirada en tu dolor y cualquier tormento nuestro hallará su alivio. ¡Tú, Hijo de Dios, recibiste mal por bien! (Cf. BTA. ANGELA DE FOLIGNO, El libro de la Bta. Angela, II).
Tomado del Libro INTIMIDAD DIVINA, Meditaciones sobre la vida interior
para la Cuaresma y Semana Santa, del P Gabriel de Santa María Magdalena O.C.D