SIGNO DE CONTRADICCIÓN, 30 de Diciembre

«Te doy gracias, Señor, porque han visto mis ojos tu salvación» (Lc 2, 30).

1.— El Evangelio narra que cuarenta días después del nacimiento de Jesús, María y José «lo llevaron a Jeru­salén para presentarlo al Señor» (Lc 2, 22). En el templo fue tomado en brazos por Simeón, que pronunció la famosa profecía: «Puesta está para caída y levantamiento de muchos en Israel y para signo de contradicción» (ib. 34).

El Hijo de Dios se hace hombre en favor de todos los hombres, trae y ofrece a todos la salvación, pero muchos no le reciben. «Por él fue hecho el mundo —dice S. Juan— pero el mundo no le conoció. Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron» (Jn 1, 10-11), ¡Cuánta tristeza en esta constatación! Es el gran misterio de la libertad humana. Dios pone delante de sí a su criatura, inteligente y libre: le ofrece todos los tesoros de salva­ción y de santidad encerrados en los méritos infinitos de Cristo; el hombre es libre de aceptarlos o de rehusarlos. He aquí nuestra tremenda responsabilidad. Jesús ha ve­nido para salvarnos, para santificarnos, para darse todo a nuestra alma; está dispuesto a hacerlo, lo desea hacer, pero no lo hará si nosotros no aceptamos libremente su don infinito, si no respondemos a sus amorosos desvelos con el don insignificante pero libre, de nuestra voluntad. «Como él no ha de forzar nuestra voluntad, toma lo que le damos, mas no se da a sí del todo hasta que nos damos del todo» (S. TERESA DE JESUS, Camino, 28, 12). Pero si para aquellos que le rehúsan Jesús es motivo de caída, para aquellos que abren la mente y el corazón a su mensaje es motivo de vida, de una vida tan nueva que bien merece el nombre de resurrección. «Mas a cuantos le recibieron dioles poder de venir a ser hijos Dios, a aquellos que creen en su nombre» (Jn 1, 12). Tal es el poder de la fe vivificada por el amor.

2.— Entre todos los que se encontraban en el templo cuando Jesús Niño fue presentado en él, solamente dos personas reconocieron al Salvador: el anciano Simeón y Ana la profetisa. De Simeón se escribe que «era justo y amado de Dios y esperaba la consolación de Israel, y el Espíritu Santo estaba en él» (Lc 2, 25); y de Ana, que «no se apartaba del templo, sirviendo con ayunos oraciones noche y día« (Lc 2, 37).

He aquí las características de las almas bien dispuestas ­a recibir a Jesús: justicia, o sea rectitud de mente y de voluntad, deseo sincero de Dios, asiduidad en su servicio, vida de oración y de mortificación. Cuanto más profundas sean estas disposiciones, más abierta estará el alma a la acción divina: la luz del Espíritu Santo le hará conocer que Jesús es su Salvador, su Santificador, y así Jesús podrá cumplir plenamente en ella su obra. Tales criaturas se encuentran de modo particular bajo el influjo del Espíritu Santo que les da la intuición de las cosas divinas y las guía de manera providencial para que sepan descubrir a Jesús en el momento oportuno, com­prender mejor su mensaje y penetrar el sentido del Evangeli­o. Para reconocer al Señor hay que ser movidos interiormente como Simeón por el Espíritu; y el Espíritu mueve a quien es «justo» en tal grado que es «amado de Dios» y vive en la espera de su venida. El Espíritu mueve a quien, como Ana, «sirve a Dios noche y día» en el cumplimiento de su voluntad, en oración continua y en espíritu de penitencia.

Para estas criaturas Jesús es motivo de resurrección en el sentido más pleno; son éstos los verdaderos hijos de Dios, «que no de la sangre, ni de la voluntad carnal, ni de la voluntad de varón, sino de Dios son nacidos (Jn 1, 13). «Todos los que son movidos por el Espíritu de Dios —afirma S. Pablo— éstos son hijos de Dios» (Rm 8, 14); están muertos al pecado y resucitados a una nueva vida en Cristo.

Este mundo que ha sido hecho por Dios y que le ha reco­nocido, es también mi alma. Tú me has hecho, me has colmado de bienes, te has dado a conocer a mí; poco a poco yo te he abandonado y he terminado por no conocerte más, por ni si­quiera creer en ti. ¡Perdón, oh Señor! Tú me has convertido, me has buscado como el buen Pastor busca a la oveja descarriada. Me has vuelto al redil con fuerza y con extrema dulzura, me has colmado de gracias aún más grandes que las primeras, has tratado al hijo pródigo mejor que al hijo fiel, y no obstante yo sigo pecando aún; y cuando peco, mi alma ya no te conoce ni te ama. ¡Perdón, perdón! (CARLOS DE FOLICALILD, Meditaciones sobre el Evangelio).

¡Oh Señor Jesús!, Dios y Redentor nuestro, revelación del Padre, nuestro hermano mayor y amigo nuestro, haz que te podamos contemplar con alegría; haz callar el estrépito de las criaturas para que sin obstáculo alguno podamos ir en tu segui­miento. Revélate a nuestras almas como un día te revelaste a los discípulos de Emaús explicándoles las páginas sagradas que hablaban de tus misterios; y entonces sentiremos nuestros corazones «llenos de ardor» para amarte y unirnos contigo.

¡Creo, Señor Jesús, pero tú aumenta mi fe! ¡Tengo plena confianza en la realidad y en la plenitud de tus méritos, pero confirma tú esta confianza! ¡Te amo, Señor, que nos has manifestado tu amor en todos tus misterios, pero tú fortalece este amor! (C. MARMION, Cristo en sus misterios).

Tomado del Libro INTIMIDAD DIVINA, Meditaciones sobre la vida interior
para el Adviento y la Navidad, del P Gabriel de Santa María Magdalena O.C.D.

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