SOLEMNIDAD DE SANTA MARIA MADRE DE DIOS, 1 de Enero

«Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre» (Lc 1, 42).

1.— La reforma litúrgica ha consagrado a la Madre de Dios la octava de Navidad que coincide con el comi­enzo del año civil y que, según el Evangelio, es el día en que fue impuesto el nombre a Jesús: «Cuando se hubieron cumplido los ocho días le dieron el nombre de Jesús» (Lc 2, 21).

Al tema del nombre del Señor, recordado explícitame­nte en el Evangelio de hoy, se entona la primera lectura con el texto de una conmovedora bendición sacerdot­al sugerida por Dios mismo: «De este modo habréis de bendecir a los hijos de Israel; diréis: Que Yahvé te bendiga y te guarde. Que haga resplandecer su faz sobre ti y te otorgue su gracia… Así invocarán mi nombre… y yo los bendeciré (Nm 6, 23-27). La bendición del Señor, reservada un tiempo a los hijos de Israel, se extiende hoy a todos los pueblos por mediación de Jesús. «En Cristo» bendice Dios «con toda bendición espiritual» (Ef 1, 3) a quien le busca con corazón sincero; por Cristo «vuelve a él su rostro y le da la paz» (Nm 6, 26). No hay modo mejor de comenzar el año que invocando el nombre de Dios y recibiendo de él el don precioso de la paz.

La consideración de un niño «de ocho días» no puede separarse del recuerdo de su madre; y por eso la liturgia se dirige hoy espontáneamente a María, la Virgen Madre, presente siempre, aunque discretamente, donde quiera se encuentra su Hijo divino. Mirando a Cristo la Iglesia invoca la intercesión maternal de María sobre todos los creyentes: «Dios y Señor nuestro… concédenos experimentar la intercesión de aquélla de quien hemos recibido a tu Hijo Jesucristo, el autor de la vida (Colecta). La bendición de Dios adquiere, por decirlo así, un tono materno: los creyentes son bendecidos en Jesús por intercesión de María, porque sólo la pureza y el amor de esta humilde Virgen los hacen dignos «de reci­bir al autor de la vida», Jesús, Hijo de Dios.

La bendición del Señor prometida a Israel, llegue hoy, por medio de Jesús y de María, a todos los hombres, trayendo a todos los corazones la gracia y la paz: «Apiá­dese Dios de nosotros y nos bendiga» (Ps 67, 2).

2.— La presencia de María aflora con insistencia en los varios textos litúrgicos, pero siempre de forma vela­da, perfectamente entonada a su carácter, todo silencio y humildad.

En la segunda lectura S. Pablo la menciona, pero no la nombra; subraya únicamente el hecho del naci­miento de Cristo de una mujer: «Envió Dios a su Hijo nacido de mujer… para que recibiésemos la adopción de hijos» (GI 4, 4-5). La encarnación del Hijo de Dios se ha realizado de un modo virginal, pero por la vía normal de la naturaleza humana: nace de una mujer, María, y por medio de ella se introduce hombre entre los hom­bres. Y precisamente porque pertenece a su estirpe, por­que es su hermano en la carne, Jesús puede rescatar a los hombres y hacerlos hermanos suyos en el espíritu y por lo tanto participantes de su filiación divina. La gracia de adopción llega a los hombres por mediación de María, que, siendo madre de Cristo, es también madre de los que en Cristo son hechos hijos de Dios. Si en el corazón de los creyentes mora «el Espíritu de su Hijo que grita ¡Abba, Padre!» (ib. 6), esto se debe también —por haberlo así dispuesto Dios— a la función materna de María Santísima.

Con igual discreción presenta el Evangelio de la misa del día a María en actitud de cumplir su oficio de madre. La narración de Lucas deja entrever a María que, poco después del nacimiento de Jesús, acoge a los pastores y «llena de alegría, les muestra a su Hijo primogénito» (LG, 157), escuchando con atención cuanto ellos cuentan de la aparición y anuncio del ángel. Luego, mientras se van los pastores glorificando y alabando a Dios por lo que habían oído y visto (Lc 2, 20), María se queda junto a su Hijo «guardando todas estas cosas y meditándolas en su corazón» (ib. 19).

María es madre de Jesús no sólo porque le ha dado la carne y la sangre, sino también porque ha penetrado íntimamente en su misterio y se ha unido a él de la manera más profunda: «se consagró totalmente a sí misma­… a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo al misterio de la redención con él y bajo él» (LG 56). Por eso María «es nuestra Madre en el orden de la gracia» (ib. 61).

Tú, ¡oh Benigno!, que naciste por nosotros de una Virgen… no desprecies a los que formaste con tu mano; muestra tu poder a los hombres, ¡oh Misericordioso! Escucha a la que te engendró, tu Madre que intercede por nosotros, y salva, ¡oh Salvador nuestro!, al pueblo desolado. (Oraciones de rito bi­zantino a la Madre de Dios).

¡Oh Hija siempre virgen que pudiste concebir sin interven­ción de varón! Porque el que tú concebiste tiene un Padre eterno. ¡Oh hija de la estirpe terrestre que llevaste al Creador en tus brazos divinamente maternales!…

Verdaderamente tú eres más preciosa que toda la creación, porque sólo de ti ha recibido el Creador en herencia las primicias ­de nuestra materia humana. Su carne ha sido hecha de tu carne, su sangre de tu sangre; Dios se ha alimentado con tu leche, y tus labios han tocado los labios de Dios…

¡Oh mujer toda amable y mil veces bienaventurada! «Tú eres bendita entre las mujeres, y bendito es el fruto de tu seno». ¡Oh Mujer, hija del rey David y Madre de Dios, rey universal! Obra maestra viviente, en quien Dios creador se complace, y cuyo espíritu es guiado sólo por Dios y a él sólo atiende… Por él tú viniste a la vida y en gracia a él servirás a la salvación universal, para que por medio tuyo se cumpla el antiguo designio de Dios, que es la encarnación del Verbo y nuestra divinización. (S. JUAN DAMASCENO (atribuido), Homilía in nativ. B. V. M.).

Quiero considerar este año nuevo, oh Jesús mío, como una página en blanco que tu Padre me presenta y en la cual irá escribiendo día tras día lo que haya dispuesto de mí en sus divinos designios. Yo desde este momento escribo en la cabe­cera de la primera página con absoluta confianza: Domine, fac de me sicut vis: Señor, haz lo que quieras de mí. Y al final de esa misma página pongo ya desde ahora el amén, el sí de mi aceptación a todas las disposiciones de tu voluntad divina. ¡Oh Señor!, desde este momento, a todas las alegrías, a todos los dolores, a todas las gracias, a todas las fatigas que has preparado para mí y que día tras día me irás descubriendo. Haz que mi amén sea el amén de Pascua, seguido siempre por el aleluya, esto es, pronunciado con todo el corazón, con la alegría de una entrega completa. Dame tu amor y tu gracia y no necesitaré otra cosa para ser rico. (Sor CARMELA DEL ESPIRITU SANTO, Escritos inéditos).

Tomado del Libro INTIMIDAD DIVINA, Meditaciones sobre la vida interior
para el Adviento y la Navidad, del P Gabriel de Santa María Magdalena O.C.D.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *