EL HIJO DE DIOS OS HARA LIBRES, 24 de Marzo

«Por tu sangre, ¡oh Cristo!, hemos recibido la redención, el perdón de los pecados» (Col 1, 14).

1. — Ante la intimación del rey Nabucodonosor de que adoraran la estatua de oro erigida por él, bajo la pena de ser arrojados en un horno encendido, los tres jóvenes hebreos respondían: Si lo hacéis, «el Dios a quien damos culto puede librarnos del horno encendido, y nos librará de tus manos, ¡oh rey!» (Dan 3, 17). La fe intrépida de los jóvenes se vio premiada, y los tres se pasearon incólumes entre las llamas.

El hecho prodigioso del Antiguo Testamento es figura de otro más prodigioso todavía que se realiza en el Nuevo: la liberación del fuego devastador del pecado para todos aquellos que creen en Cristo. El mismo se lo declaró a los Judíos: «Si os mantenéis en mi palabra, seréis de verdad discípulos míos; conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres» (Jn 8, 31-32). La condición que Cristo pone a los hombres para librarse de la esclavitud del pecado es la fe en  él; fe  que nace de la escucha atenta, perseverante, de su palabra, la única que contiene la verdad absoluta, sin mezcla  de errores ni de engaños. «Yo soy la verdad» (Jn 14, 6), dijo el Señor; es él quien trae la verdad al mundo, él es «la luz verdadera que alumbra a todo hombre» (ibid 1,  9). Su palabra es el vehículo de la verdad ofrecida a los hombres para que, por ella alumbrados, se vean libres de las seducciones de  la mentira. La mentira del Maligno había seducido al género humano desde sus orígenes y lo había hecho esclavo del pecado; la verdad de Cristo quebranta la antigua esclavitud y le restituye al hombre su libertad de hijo de Dios.  «El  fruto del árbol nos había seducido, y el Hijo de Dios nos  redimió» (MR).

En un mundo trastornado por errores, falsas teorías, costumbres corrompidas, el hombre se salva sólo y únicamente adhiriéndose fuertemente al Evangelio; sólo en él puede encontrar la verdad de la doctrina y de la vida. Como los tres jóvenes hebreos, el cristiano ha de tener el valor de resistir a cualquier seducción, ha de rechazar cualquier actitud teórica o práctica que no esté de acuerdo con el Evangelio, o porque lo contradice abiertamente o porque lo altera engañosamente con interpretaciones que lo desfiguran o minimizan. «No tengáis miedo a los que matan el cuerpo —dijo el Señor—, pero no pueden matar el alma» (Mt 10, 28).

2. — La libertad no es patrimonio de los esclavos, sino de los hijos, «y si el Hijo os hace libres, seréis realmente libres»  (Jn 8, 35). El hombre moderno, sediento de libertad, necesita entender que la verdadera libertad se encuentra sólo en Cristo. «La verdadera libertad —enseña el Concilio— es signo eminente de la imagen divina en el hombre» (GS 17). La libertad del hombre no es más que un reflejo de la libertad infinita de Dios. Dios es libre de un modo absoluto, el hombre de un modo relativo; la libertad de Dios consiste en poder hacer libremente todo el bien que quiere, la libertad del hombre consiste en la «libre elección del bien» (ibid); tanto más libre es el hombre cuanto más capaz de elegir y de obrar el bien. Pero el pecado hirió al hombre en su libertad; le oscureció la mente haciéndole difícil conocer la verdad, discernir con prontitud el bien del mal; de ahí se siguió la desviación de la voluntad, que con frecuencia inclina al hombre a elegir el mal antes que el bien. «¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de este ser mío presa de la muerte?», grita san Pablo al considerar cuán difícil le  es al hombre hacer todo el bien que quiere. Pero inmediatamente añade, lleno de esperanza: «Gracias a Dios por Jesucristo Nuestro Señor» (Rom 7, 25). Sólo Cristo puede librar al hombre de este triste estado de esclavitud, fruto del pecado, él, que «muriendo destruyó la muerte» causada por el pecado (MR).

Pero para gozar plenamente de la libertad de Cristo, el hombre ha de confiarse a él, dejarse iluminar por él, Verdad hecha carne, y traducir en vida y en obras su palabra. Liberado del pecado, el  hombre debe valerse  de la libertad que Dios le ha dado y que Cristo le ha restituido para servir a Dios, para servir a Cristo con amor. Dios, libertad infinita, es amor; el hombre es libre en la medida en que se hace amor y capacidad de amar a Dios y al prójimo. «Vosotros, hermanos, habéis sido llamados a la libertad —escribe san Pablo a los Gálatas—; pero cuidado con tomar la libertad por pretexto para servir a la carne, antes servíos unos a otros por la caridad» (5, 13). La libertad debe servir al amor, y el amor auténtico es, a su vez, servicio generoso y desinteresado a Dios y a los hermanos.


Refugio mío, alcázar mío, Dios mío, confío en ti. Sí, tú me librarás de la red del cazador, de la peste funesta. Me cubrirás con tus plumas, bajo tus alas me refugiaré. No se me acercará la desgracia, ni la plaga llegará hasta mi tienda, porque a tus ángeles has dado órdenes para que me guarden en mis caminos; me llevarán en sus palmas, para que mi pie no tropiece en la piedra. (Cf. Salmo 91, 2-4. 10-12).

Como el médico odia a la enfermedad y hace todo lo posible por eliminarla y por aliviar al enfermo, así tú, Dios mío, obras en mí con tu gracia para extinguir el pecado y liberarme… La primera libertad, en efecto, consiste en estar exentos de culpa… Cuando empiece a no cometer ya pecados, entonces podré alzar la frente hacia la libertad; pero esto no es más que el principio de la libertad, no la libertad perfecta, porque «percibo en mi cuerpo un principio diferente que guerrea contra la ley que aprueba mi razón»; y «el bien que quiero hacer no lo hago; el  mal que no quiero hacer, eso es lo que hago» (Rom 7, 23.19)… Por una parte la libertad, por otra la esclavitud; la libertad no es todavía completa, no es todavía pura, no es todavía plena, porque no es todavía eternidad.  En parte recibo la debilidad, y en parte la libertad… Soy libre, Señor, en la medida en que te sirvo a ti, y soy esclavo en la medida en que sirvo a la ley del pecado…

¿Qué he de hacer, Señor, con la debilidad que queda en mí? No otra cosa puedo hacer sino volverme hacia ti, que dijiste: «Si el Hijo de Dios os hace libres, entonces seréis verdaderamente libres» (In loan 41, 9-11).

¡Oh Señor!, sé por ti que guardarás mi alma, pues dijiste: «No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma» (Mt 10, 28)… Que ninguno me aterrorice: poderoso eres tú, que me has llamado, porque eres omnipotente: tú eres el fuerte de los fuertes, el más alto de los más altos. Moriste por mí: por lo tanto, estoy seguro de recibir tu vida, teniendo en prenda tu muerte. De hecho, ¿por quién moriste? ¿Tal vez por los justos? Se lo pregunto a san Pablo y él me responde: «Cristo murió por los impíos» (Rom 5, 6). Cuando yo era impío tú moriste por mí; ¿me dejarás abandonado ahora que estoy justificado? (S. AGUSTIN, In Ps, 96, 17).

Tomado del Libro INTIMIDAD DIVINA, Meditaciones sobre la vida interior
para la Cuaresma y Semana Santa, del P Gabriel de Santa María Magdalena O.C.D

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