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Parroquia "San José de Chacao"
Página Web Oficial del Complejo Parroquial "San José de Chacao" – Arquidiócesis de Caracas
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«Dios todopoderoso y eterno, has puesto la salvación del género humano en el árbol de la cruz, para que donde tuvo origen la muerte, de allí resurgiera la vida» (MR, Pref. Exalt. Sta. Cruz).
1. — Después de haber procurado iluminar a los Judíos para conducirlos a la fe, Jesús se ve obligado a decir: »Si no creéis que yo soy, moriréis por vuestros pecados». Y éstos, a contrapunto, le preguntan: «¿Quién eres tú?» (Jn 8, 24-25). A esta pregunta, Jesús no responde directamente, mas poco después dice: «Cuando levantéis al Hijo del Hombre sabréis que yo soy» (ibid 28). Si sus palabras y sus milagros no bastan para convencer a estos hombres obstinados, su pasión —la cruz sobre la que él será levantado—, seguida de su resurrección, será el supremo llamamiento para la conversión de los mismos y la respuesta concluyente a su pregunta. En otra ocasión, Jesús dijo: «Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32). Jesús conquista a los hombres desde la cruz, que se convierte en centro de atracción, de salvación para toda la humanidad.
Quien no se rinde a Cristo crucificado y no cree en él, no puede obtener la salvación. En el signo bendito de la cruz de Cristo fue redimido el hombre: en ese signo es bautizado, confirmado, absuelto. La primera señal que la Iglesia traza sobre el recién nacido y la última con la que conforta y bendice al moribundo es siempre el signo santo de la cruz. No se trata de una señal simbólica, sino de una gran realidad: la vida cristiana nace de la Cruz, el cristiano es engendrado por el Crucificado, y sólo uniéndose a la cruz de su Señor, confiando en los méritos de su pasión, puede salvarse.
Pero la fe en Cristo crucificado tiene que dar un paso adelante. Redimido por la Cruz, el cristiano debe convencerse de que su vida misma ha de estar signada —y no sólo simbólicamente— por la cruz del Señor, es decir, que tiene que llevar en sí su impronta viva. «El que quiera servirme, que me siga; y donde esté yo allí también estará mi servidor» (ibid 26), dijo Jesús. Y él está en la cruz. La misma amonestación se halla expresada en términos no menos explícitos por los Sinópticos: «El que no coge su cruz y me sigue, no es digno de mí» (Mt 10, 38). Si Jesús llevó la cruz y en la cruz se inmoló, quien quiera ser discípulo suyo no puede escoger otro camino; es el único que conduce a la salvación, porque es el único que nos configura con Cristo muerto y resucitado.
2. — La contemplación de la cruz no puede ir nunca separada de la contemplación de la resurrección, que es su consecuencia y supremo epílogo. El cristiano no ha sido redimido por un muerto, sino por un Resucitado de la muerte de cruz; por consiguiente, el llevar él su cruz ha de ser siempre corroborado tanto por el pensamiento de Cristo crucificado como por el de Cristo resucitado. «Urgen al cristiano —afirma el Concilio— la necesidad y el deber de luchar, con muchas tribulaciones, contra el demonio, e incluso de padecer la muerte. Pero, asociado al misterio pascual, configurado con la muerte de Cristo, llegará, corroborado por la esperanza, a la resurrección» (GS 22). Vista desde esta perspectiva, la cruz diaria se hace, cada vez más, signo, y casi sacramento, de salvación, de redención.
El evangelista Lucas, refiriendo las palabras de Jesús sobre la necesidad de cargar con la cruz, precisa que esto ha de ser cada día. «El que quiera seguirme que… cargue con su cruz cada día» (Lc 9, 23). Está claro que Jesús hablaba, no sólo de los grandes sufrimientos, sino también de los pequeños sufrimientos diarios. Tal vez es más fácil aceptar, en un arranque de generosidad, los grandes dolores que acaecen de vez en cuando, que ciertos minúsculos sufrimientos cotidianos que el propio estado de vida o el cumplimiento de los propios deberes entrañan. Sufrimientos que se presentan cada día, siempre del mismo modo y con igual aspecto, con la misma intensidad e insistencia, a través de situaciones inevitables que duran, inmutables, por mucho tiempo. Todo esto constituye esa cruz concreta que el Señor presenta cada día al cristiano, invitándole a cargar con ella yendo con él; humilde cruz diaria, que no exige grandes actos de heroísmo, pero delante de la cual hay que repetir día tras día el propio sí, doblegando dócilmente los hombros para llevarla con amor. El Evangelio da a las tribulaciones del cristiano el nombre simbólico de cruz, como para significar que le asocian a la cruz —no simbólica, sino real— de Jesús y que, unidas a los padecimientos de éste, se convierten en medio de redención, como lo es la misma cruz del Señor. Todo sufrimiento lleva consigo una gracia redentora, en cuya posesión entra el cristiano cuando abraza el padecer en unión con Cristo crucificado.
¡Oh poder admirable de la cruz! ¡Oh gloria inefable de la pasión!… Lo has atraído hacia ti todo, ¡oh Señor! Mientras tendías durante todo el día tus manos a un pueblo rebelde y recalcitrante, el mundo entero se dio cuenta de que debía confesar tu majestad…
Todo lo has atraído a ti, ¡oh Señor!… Todas las bendiciones manan de tu cruz; ella es la causa de todas las gracias; por ella, los creyentes sacan fuerza de la debilidad, gloria del oprobio, vida de la muerte…
La sola oblación de tu cuerpo y de tu sangre sustituye con mucha mayor perfección a todas las víctimas…, porque tú eres el verdadero «Cordero de Dios que quita el pecado del mundo». De este modo, contienes en ti y perfeccionas todos los misterios, a fin de que haya un único reino, constituido por todos los pueblos y gentes, como único es el sacrificio que sustituye a todas las víctimas. (SAN LEON MAGNO, Sermón, 59, 7).
Señor, dame tu cruz: te lo pido por la multitud de mis miserias, por la abundancia de tus misericordias, por tu Calvario, por tu caridad crucificada, por tu Pasión, que dura y durará cuanto dure el tiempo. Dame ¡oh Señor Jesús!, tu cruz, esa cruz invisible que abarca el tiempo y la eternidad, esa cruz que está hecha de caridad crucificada, esa cruz que se imprime en el alma y constituye su vida.
Señor, me siento aplastado y destruido por el peso de mi miseria, me siento nada, sólo miseria me siento, y tú imprimes en esta miseria tu signo adorable… Señor, sólo tu cruz: vivirla a cada momento, sentirla en todas las cosas, hallarla en todos los pensamientos. Jesús, haz que no pueda ya vivir sin pensar en ti Crucificado; que tu cruz sea para mí la morada habitual de mi alma, el lugar de mi reposo. (G. CANOVAI, Suscipe Domine).
Tomado del Libro INTIMIDAD DIVINA, Meditaciones sobre la vida interior
para la Cuaresma y Semana Santa, del P Gabriel de Santa María Magdalena O.C.D