EL ORGULLO DEL CRISTIANO, 3 de Marzo

«En cuanto a mí, ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (GI 6, 14).

1.— «Mirad que subimos a Jerusalén, y el Hijo del Hombre será entregado a los sumos sacerdotes y escribas; le condenarán a muerte y le entregarán a los gentiles, para burlarse de él, azotarle y crucificarle, y al tercer día resucitará» (Mt 20, 18-19). Es la  tercera vez que Jesús anuncia a sus íntimos la pasión que ha de padecer, y también esta vez no es La primera vez Pedro había protestado enérgicamente; al anunciársela por  segunda vez, los  tres discípulos predilectos no habían captado el sentido de las palabras del Señor, pero no se habían atrevido «a preguntarle acerca de este asunto» (Lc 9, 45); en esta tercera ocasión, el anuncio de la pasión es seguido de la petición presuntuosa que Santiago y Juan lanzan por boca de su madre: «El le dijo: ¿Qué quieres? Dícele ella: Manda que estos dos hijos míos se sienten, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda, en  tu  Reino» (Mt 20, 21). Jesús habla de pasión, de desprecios, de muerte ignominiosa; los apóstoles están preocupados únicamente de asegurarse los primeros puestos. Es la eterna tendencia del orgullo —triste herencia del pecado original— que pretende afirmarse e imponerse en todos los campos, no excluido el religioso. Para entender, aquellos hombres necesitarán ver  a su Maestro literalmente «ridiculizado, azotado, crucificado», y después resucitado, como ha profetizado él mismo. Por el momento Jesús les amonesta: «¿Podéis beber el cáliz que yo voy a beber?» Se repite la lección del Tabor: es imposible llegar a la  gloria sin pasar por  el camino estrecho de la cruz. A la cual se debe añadir otra: no se comprende, y menos se puede vivir, el misterio de la cruz sin la humildad. Para quien aspira a honores, a triunfos, a gloria de mundo, la cruz es un escándalo, es un enemigo que atenta contra la propia felicidad, que coarta la libertad. El soberbio que quiere ser dueño indiscutido de su propia vida se rebela contra cualquier forma de sufrimiento físico o moral que pueda impedirle la afirmación de su capacidad y valores. En esa actitud es muy fácil caer en el riesgo de convertirse de apóstoles en enemigos de la cruz de  Cristo. Sólo los humildes son capaces de doblar sus espaldas, como Jesús, bajo el peso de la cruz, de aceptar, como él, ultrajes, humillaciones, trato injusto. Y sólo en los humil- des la cruz realiza esa obra de purificación y de aniquilamiento, que prepara al hombre para resucitar con Cristo.

2.— Jesús ha condenado públicamente la conducta de los fariseos, que «van buscando los primeros puestos en los banquetes, y los primeros asientos en las sinagogas, que se les salude en las plazas y que la gente les llame «Rabbi»» (Mt 23, 6-7). Unas palabras muy semejantes había dicho antes en privado a los Doce: «Sabéis que los jefes de las naciones las gobiernan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. Pero no ha de ser así entre vosotros. Los discípulos del Señor no han de dejarse contaminar de la mentalidad de los fariseos, ni han de admitir las aspiraciones de los grandes del mundo. Su conducta será completamente opuesta, sus preferencias deben tener una dirección totalmente contraria: no dominar sino servir, no presidir sino fraternizar; más aún, someterse a los otros, escoger el último puesto. «El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo vuestro» (ib 27). Santiago y Juan, que aspiraban a los primeros asientos en el Reino de  Cristo, saben ahora cómo tienen que comportarse para conquistarlos: hacerse pequeños, siervos de los hermanos, verdaderamente esclavos. Esto es algo terriblemente desorientador para los que  piensan según la sabiduría de la carne, algo absolutamente incomprensible, absurdo; por el contrario para quien juzga según Dios es sabiduría divina, envuelta en el misterio de Cristo Crucificado. Para ser seguidores generosos de Cristo no existe otro camino: «el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (ib 28). Toda la vida de Cristo, y especialmente su pasión, tiene un profundo significado de servicio, para gloria del Padre y para salvación de los hombres. El, que es el primogénito de toda la creación, que está llamado a ser el primero en todo lo que hay en la tierra y en los cielos (CI 1, 15-  18), se hizo siervo de todos los hombres, su esclavo, vendido y entregado a la muerte en rescate de sus pecados. Beber su cáliz significa estar dispuesto a seguirle por este camino de humildad y de cruz, quiere decir entregarse al servicio de Dios y de los hermanos, firmemente convencidos y decididos a gastar ahí todas sus fuerzas, hasta el sacrificio total de sí mismo. Desde ese momento, todas las veleidades de primacías y honores humanos desaparecen y ya el  cristiano ambiciona sólo una gloria: ser semejante a su Dios crucificado. «¡Dios me libre de gloriarme si no es  en la cruz de nuestro Señor Jesucristo!» (GI 6, 14).


¡Oh Hijo del Padre Eterno, Jesucristo, Señor nuestro,  Rey  verdadero de todo! ¿Qué dejasteis en el mundo, que podamos heredar de Vos vuestros descendientes? ¿Qué poseísteis, Señor mío, sino trabajos y dolores y deshonras, y aun no tuvisteis sino un madero en que pasar el trabajoso trago de la muerte? En fin, Dios mío, que los que quisiéremos ser vuestros hijos verdaderos y no renunciar a la herencia, no nos conviene huir del padecer. Vuestras armas son cinco llagas… Y esas llagas han de ser nuestra divisa, si hemos de heredar su reino; no con descansos, no con regalos, no con  honras, no con riquezas se ha de ganar lo que tú  compraste con tanta sangre.  (STA. TERESA DE JESUS, Fundaciones, 10, 11).

Dios mío, haz que me considere siempre siervo de  todos,  siervo  de las almas y siervo de los cuerpos, para hacer el  mayor  bien posible a las unas y a los otros, siervo cada vez que pueda, siervo colocándome en el último lugar… Siervo, no en hacerme servir, sino en servir, sea a mí mismo o a los demás, lo cual se puede hacer siempre, sea cual fuere la función que se ejerza, como lo demostraste tú mismo, que aun siendo Dios, maestro  y Señor, supiste estar en medio de los Apóstoles como quien sirve… Haz que yo entregue mi vida, como tú entregaste la tuya, y que la entregue junto a  ti, para la redención de muchos…, por medio de la oración, de la penitencia, del ejemplo, de la comunión de los Santos…; si te place, por medio del martirio, a costa de todos los sacrificios que gustes de imponerme, en todos los momentos de mi vida, vida que te la ofrezco toda para tu mayor gloria… y en la obediencia a tu voluntad para la santificación de los hombres… ¡Oh Dios mío, soy tu siervo y  tu esclavo: mi alimento es hacer tu voluntad… Haz de mí lo que te plazca, para tu gloria, para consuelo de tu corazón… para la redención de muchos…! (C. DE FOUCAULD, Fiestas del año).

Tomado del Libro INTIMIDAD DIVINA, Meditaciones sobre la vida interior
para la Cuaresma y Semana Santa, del P Gabriel de Santa María Magdalena O.C.D.

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