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Parroquia "San José de Chacao"
Página Web Oficial del Complejo Parroquial "San José de Chacao" – Arquidiócesis de Caracas
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«¡Oh Señor!, los que en ti confían no quedan defraudados» (Dan 3, 40).
1.— «Sí, Señor, hoy estamos humillados por toda la tierra, a causa de nuestros pecados… Por eso, acepta nuestro corazón contrito, y nuestro espíritu humilde» (Dan 3, 39). Durante la Cuaresma, la Iglesia hace propia la oración de Azarías, que con tanta humildad reconoce las culpas de su pueblo y con otra tanta confianza implora el perdón y la misericordia de Dios. También el pueblo cristiano tiene necesidad de reconocer sus faltas, de confesar que ciertos extravíos del mundo’ moderno se deben a sus infidelidades, a la incoherencia de su vida con los principios del Evangelio. Es necesario humillarse, tanto individualmente como colectivamente, aceptar con humildad y con espíritu de expiación las consecuencias de las propias culpas, pero al mismo tiempo volverse a Dios con confianza, implorando para sí y para todos la gracia del perdón y de la conversión.
Inspirándose en la plegaria de Azarías, la Liturgia, en la Santa Misa, después de la presentación de las ofrendas, le hace decir al sacerdote en nombre de todos los fieles: «Con espíritu de humildad y corazón contrito seamos recibidos por ti, Señor, y de tal manera sea ofrecido hoy nuestro sacrificio, Señor Dios, en tu presencia, que te sea agradable» (MR). La humildad cristiana no encierra al hombre en sí mismo, no le lleva al envilecimiento, no le torna desconfiado respecto a la misericordia de Dios, sino que le conduce a él con confianza filial. El hijo está seguro del amor del padre, sabe que el padre está siempre pronto a perdonarle con tal que vuelva a él con el corazón contrito, con el deseo de una vida mejor. «Ahora te seguimos de todo corazón —continúa la plegaria de Azarías—…, buscamos tu rostro… Trátanos según tu clemencia, y tu abundante misericordia» (Dan 3, 41-42). Estas son las disposiciones que Dios quiere ver en sus hijos después del pecado: humildad, propósito de conversión, confianza en su misericordia. La humildad abre el corazón a la confianza. Precisamente porque el hombre experimenta en sí no poder contar con sus propias fuerzas, se refugia en Dios con plena confianza, seguro de hallar en él la ayuda necesaria para levantarse del pecado y poner en práctica sus buenos propósitos. En realidad, Dios, mientras resiste a los soberbios, «enseña su camino a los humildes» (Sal 25, 9).
2.— «La humildad no inquieta ni desasosiega ni alborota el alma, por grande que sea; sino viene con paz y regalo y .., la dilata y hace hábil para servir más a Dios». Sin embargo, la humildad del demonio «todo lo turba, todo lo alborota, toda el alma revuelve, es muy penosa. Creo pretende el demonio que pensemos tenemos humildad, y si pudiese, a vueltas, que desconfiásemos de Dios» (T. J. Cam 39, 2). La falta de confianza y la turbación disminuyen la capacidad de amar; y ésta es, precisamente, la finalidad que persigue el demonio: apartar al hombre del camino del amor. Tienta de este modo especialmente a los que no accederían nunca a caer en tentaciones abiertas de pecado. En este caso, hay que reaccionar, recordando que, como enseña Santa Teresa del Niño Jesús, «lo que ofende a Jesús, lo que hiere su corazón es la falta de confianza» (Ct 71).
La desconfianza en la misericordia de Dios, aunque sea después de graves caídas, no es nunca un índice de verdadera humildad, sino antes bien de engañoso orgullo y de tentación diabólica. Si Judas hubiera sido humilde, en lugar de desesperarse, habría sabido, como Pedro, pedir perdón y llorar sus pecados. La humildad es la virtud que sitúa al hombre en su verdadero puesto, y éste, frente a Dios, es un puesto de hijo débil y miserable, sí, pero confiado. Cuando una criatura, después de tantos propósitos, vuelve a caer en las mismas faltas, o después de tantos intentos no consigue todavía vencer ciertos defectos, antes que indignarse consigo misma, debe humillarse. «La humildad —dice Teresa de Jesús—es el ungüento de nuestras heridas» (M III, 2, 6). Dios mismo permite que el hombre experimente su propia debilidad, precisamente para que de ahí saque una conciencia más viva de su indigencia, se despoje de toda seguridad presuntuosa en sí mismo y se vuelva a él con mayor humildad y confianza.
Pero la humildad debe revelarse también en las relaciones con el prójimo, y especialmente en la prontitud del perdón. El hombre orgulloso toma buena nota de cualquier mínima ofensa que se le hace, exige su reparación, y cuando perdona lo hace con un gesto de condescendencia. El humilde, por el contrario, no hace gran caso de los agravios recibidos, perdona antes aún de que se lo pidan, y sabiéndose él mismo necesitado de misericordia, no la escatima con el hermano, no cuenta las veces que le haya perdonado. Se hace en él verdad la palabra del Señor: «Si vosotros perdonáis a los demás sus faltas, también os perdonará a vosotros vuestro Padre celestial» (Mt 6, 14).
Por el honor de tu nombre, no nos desampares para siempre, no rompas tu alianza, no apartes de nosotros tu misericordia… Sí, ¡oh Señor!, somos los más pequeños de todos los pueblos; hoy estamos humillados por toda la tierra, a causa de nuestros pecados… Por eso, acepta nuestro corazón contrito, y nuestro espíritu humilde… Que éste sea hoy nuestro sacrificio y que sea agradable en tu presencia: porque los que en ti confían no quedan defraudados.
Ahora te seguimos de todo corazón, te respetamos y buscamos tu rostro: no nos dejes defraudados; trátanos según tu clemencia, y tu abundante –misericordia. (Daniel 3, 34-42).
Jesús, en vez de adelantarme con el fariseo, repito, llena de confianza, la humilde oración del publicano. Pero, sobre todo, imito la conducta de Magdalena. Su asombrosa, o mejor, su amorosa audacia, que encanta a tu corazón, seduce al mío. Sí, estoy segura de que aunque tuviera sobre la conciencia todos los pecados que pueden cometerse, iría, con el corazón roto por el arrepentimiento, a arrojarme en tus brazos, porque sé muy bien cuánto amas al hijo pródigo que vuelve a ti. En tu misericordia preveniente, has preservado a mi alma del pecado mortal; pero no es eso lo que me eleva a ti por la confianza y el amor. (STA. TERESA DEL N. JESUS, Ms C, f. 36 vo).
Tomado del Libro INTIMIDAD DIVINA, Meditaciones sobre la vida interior
para la Cuaresma y Semana Santa, del P Gabriel de Santa María Magdalena O.C.D.
Grande es su misericordia, entreguemos nuestro corazón .