PERFECTO HOLOCAUSTO, 10 de Marzo

«Heme aquí que vengo para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad» (Heb 10, 7).

1.— La palabra de Dios no cambia. El decálogo dado a Moisés viene perfeccionado, pero también reafirmado, por Jesús, el cual declara: «antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la ley» (Mt 5, 18). Jesús enseña el espíritu nuevo con que ha de observarse la ley, espíritu de amor y de interioridad, pero la ley, en sus elementos esenciales, permanece en cuanto es expresión de la inmutable voluntad de Dios. Precisamente por esto, la amorosa fidelidad a la ley decidirá la eterna suerte del hombre. «El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes… será el menos importante en el Reino de los Cielos. Pero quien los cumpla y enseñe, será grande en el Reino de los Cielos» (ibid 19). El hombre es grande, no cuando se suelta de Dios, sino cuando cumple su voluntad; adhiriéndose a la voluntad de Dios, se hace partícipe de  la santidad, de la bondad, de la sabiduría divinas. La ley de Dios, decía Moisés a Israel, será «vuestra sabiduría y vuestra prudencia» (Dt 4, 6).

Para establecer la propia vida en una continua comunión de amor con la voluntad de Dios, y por lo tanto con Dios mismo, algunos fieles, espontánea y libremente, se ligan a él consagrándole la propia voluntad. No le basta a su amor adherirse a la voluntad divina en los sectores obligatorios, como son la observancia de los mandamientos o la aceptación de las circunstancias providenciales; ellos quieren poner toda su vida a disposición de Dios, de sus divinos deseos. He aquí el voto de obediencia,  mediante  el cual «los religiosos ofrecen a  Dios, como sacrificio de sí mismos, la plena entrega de su voluntad» (PC 14). En la práctica, esto exige la continua renuncia a la propia voluntad, no ya soportada a la fuerza, sino querida y ofrecida libremente a Dios «como  sacrificio de sí mismos», a vista de un bien  infinitamente superior, cual es la comunión incesante con Dios. Mediante la voluntad, el hombre se posee a sí mismo, es capaz de gobernar la propia vida, de usar de la propia libertad; por eso, cuando amorosamente entrega a Dios toda su voluntad, realiza el completo sacrificio de sí mismo. Ya no se pertenece, sino que pertenece a Dios; ya no es dueño de hacer lo que quiere, porque ha escogido a Dios por único y soberano Señor de  su  vida. El voto de obediencia es un perfecto holocausto,  en el que se realiza la ofrenda sacrificial de todo el hombre.

2.— Mientras los demás votos religiosos —pobreza y castidad— ofrecen a Dios una parte del hombre —los bienes terrenos y el uso del sexo—, el voto de obediencia toma al hombre en la raíz misma de su ser —la voluntad—, y por eso completa y consuma su ofrenda, su sacrificio. Sacrificio que puede costar mucho a la naturaleza, pero que si se cumple con plenitud de amor, da, a cambio, el máximo de los bienes, es decir: une al hombre con la voluntad de  Dios  «más constante y plenamente» (PC 14). La unión con  Dios es el fruto precioso del voto de obediencia vivido con fidelidad. De hecho, la obediencia, al poner la vida entera del hombre en la voluntad de Dios, la abre plenamente a las efusiones divinas.  «A aquella alma se comunica Dios más —dice san Juan de la Cruz— que está más aventajada en amor, lo cual es tener más conforme su voluntad con la de Dios» (S II, 5, 4). La obediencia generosa es el camino más seguro y más breve para llegar a esta bendita conformidad.

Pero la voluntad de Dios respecto al hombre mantiene una constante imprescindible, es siempre voluntad de salvación; Dios «quiere que todos los hombres se salven» (1Tim 2, 4). De lo que se sigue, que unirse a la voluntad de Dios es unirse —como afirma el Concilio— a su «voluntad salvífica» (PC 14), es situarse en el plano divino de la salvación del mundo. El voto de obediencia tiene, pues, por su propia naturaleza, una dimensión apostólica que pone al individuo frente a Dios en una actitud semejante a  la de Jesús. Mediante la obediencia, el religioso ofrece a Dios el sacrificio de sí mismo, «a la manera que Cristo mismo, por su sumisión al Padre» (ibid) dio su propia vida por la salvación de los hombres. La oblación de sí mismo en una perfecta obediencia asocia al religioso con la obra y la inmolación redentoras de Cristo. Este valor apostólico es tan intrínseco al voto de obediencia, que se actualiza aun en el caso de que el religioso, o por haber abrazado la vida contemplativa pura, o por particulares circunstancias personales, no ejerce ninguna actividad exterior. El sacrificio de sí en la obediencia tiene por fin poner la vida a disposición de Dios para cooperar, con Cristo y en Cristo, a la salvación de los hermanos. Finalidad que cada uno alcanza en proporción a su grado de unión con la voluntad de Dios.


Heme aquí, Señor; me entrego a ti, a tu beneplácito, uniéndome a tu Hijo amado, para cumplir en todo lo que tú quieras: «Hago siempre lo que te agrada». Porque te amo, quiero ofrecerte el homenaje de mi sumisión absoluta a tu voluntad, sea lo que fuere lo que ella me mandare. Diré, en unión con tu Hijo: «Porque yo amo al Padre, y según el mandato que me dio el Padre, así hago (Jn 14, 31). Tal vez tu voluntad me imponga cosas que les resulten duras a mi naturaleza, a mis gustos; será contraria a mis ideas, ardua para mi espíritu independiente; pero quiero ofrecerte este sacrificio como prenda de fe en tu palabra, de confianza en tu poder, de amor a ti y a tu Hijo Jesús. (C. MARMION,  Cristo ideal del monje,  12).

¡Oh Jesús!, que fuiste obediente hasta la muerte, no puedes ciertamente querer que vaya por otro camino que tú quien bien te quisiere.

¡Oh Señor!, enséñanos a fiar de tus palabras: «Quien a vosotros oye, a mí me oye». Enséñanos a descuidar de nuestra voluntad: rendimiento que tienes en tanto, porque es hacerte señor del libre albedrío que nos has dado. Ayúdanos a superar las repugnancias de la naturaleza para llegar, aunque sea con hartos trabajos y en medio de mil batallas, a conformarnos con lo que nos mandan; en fin, con pena o sin ella, haz que aprendamos a sujetar nuestra voluntad. En esto no dejarás de ayudarnos mucho, que por la misma causa que sujetamos nuestra voluntad y razón por ti nos hacemos señores de ella. Entonces, siendo señores de nosotros mismos, nos podemos con perfección emplear en ti, dándote la voluntad limpia para que la juntes con la tuya, pidiéndote que venga fuego del cielo de amor tuyo que abrase este sacrificio… Que tu gracia nos ayude a que no quede por nosotros el poner la víctima sobre el altar. (Cf. SANTA TERESA DE JESUS, Fundaciones, 5, 3, 12).

Tomado del Libro INTIMIDAD DIVINA, Meditaciones sobre la vida interior
para la Cuaresma y Semana Santa, del P Gabriel de Santa María Magdalena O.C.D.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *