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Parroquia "San José de Chacao"
Página Web Oficial del Complejo Parroquial "San José de Chacao" – Arquidiócesis de Caracas
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Señor, escucha mi oración, presta oído a mis súplicas» (SI 143, 1).
1.— Dice el Señor: «Así será mi palabra, la que salga de mi boca, que no tornará a mí de vacío, sin que haya realizado lo que me plugo y haya cumplido aquello a que la envié» (Is 55, 11). La palabra de Dios es eficaz y produce cuanto expresa. Por eso las promesas de Dios se han cumplido todas a través de los siglos, y la malicia de los hombres no ha podido hacer fracasar los planes divinos. Las promesas se convirtieron en historia y ésta es ahora vehículo de salvación para todos los que quieren.
De modo perfectamente análogo la palabra de Dios es simiente fecunda que produce frutos de santidad en los que la acogen con corazón dispuesto. Ninguna palabra de Dios cae en el vacío; si por desgracia alguien la rechaza y por lo tanto se pierde, no por eso ella pierde su eficacia; dará fruto en otra parte, y de cualquier manera la voluntad de Dios se realizará.
Completamente diferentes son las palabras de los hombres, sonidos vacíos que se dispersan en el aire sin dejar rastro. Y no obstante también algunas pueden ser eficaces y poderosas para los hombres, pero no por virtud propia, sino por la bondad de Dios que las recoge como un padre recoge las peticiones de los hijos y condesciende con ellas.
Son las palabras de la oración que Jesús ha puesto en boca de sus discípulos: «Padre nuestro, que estás en los cielos» (Mt 6, 9). Una oración que pide con sinceridad y con amor la gloria de Dios, la venida de su Reino, el cumplimiento de su voluntad, es siempre eficaz y siempre es escuchada. Lo mismo que es oída la oración del que pide con humildad y confianza lo necesario para el sustento de la vida, siempre que se verifique la condición puesta por el Señor: «Buscad primero su Reino y su justicia y todas esas cosas se os darán por añadidura» (ib 33). Cuando la oración es expresión genuina de los sentimientos del corazón, y no recitación mecánica de fórmulas repetidas más por costumbre que por convencimiento íntimo, siempre es escuchada y siempre es eficaz, aunque el resultado inmediato quizás no sea el que el hombre espera. El estilo de Dios es diverso del de los hombres: el Señor construye su Reino, actúa su voluntad, provee al bien de sus criaturas por caminos muchas veces oscuros y desconocidos a la inteligencia humana. Y aun así lleva infaliblemente todas las cosas a su último fin, a su verdadero bien.
2.— Como el pan es necesario para la vida física, así el perdón de los pecados es necesario para la vida «Porque todos cometemos muchos fallos — afirma el Vaticano II—, necesitamos continuamente de la misericordia de Dios y tenemos que rezar todos los días: y perdónanos nuestras deudas» (Mt 6, 12; LG 40). ¿Quién puede dispensarse de esta humilde oración? Nadie, pero sería vano pronunciarla con los labios si el corazón no está arrepentido, decidido a convertirse, profundamente convencido de estar necesitado del perdón divino. Para el hombre dotado de sentidos, el hambre puede ser una espina más punzante que el pecado; la necesidad de acudir a Dios para pedirle pan puede sentirse más que la de implorar su perdón. Y sin embargo también aquí vale el dicho de la Escritura: «No sólo de pan vive el ‘hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4, 4), y especialmente de la palabra del perdón. Si el hombre pecador vive, vive precisamente por el perdón de Dios.
Para que la petición de perdón sea eficaz, Jesús ha puesto una condición: «Y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores» (Mt 6, 12). El deber para con Dios —pedir perdón— está vinculado a un deber para con el prójimo — perdonar a los otros—; y es el segundo precisamente el que hace eficaz el cumplimiento del primero. Dios que se hizo Salvador de los hombres y que quiere que todos se salven (1 Tm 2, 4), está siempre dispuesto a conceder el perdón, pero escucha su oración sólo cuando el hombre ha cumplido su obligación con el hermano deudor.
Llamando a todos los fieles a penitencia, la Cuaresma los invita a implorar de Dios el perdón de sus pecados y les urge a perdonarse mutuamente para que puedan elevar a Dios su oración sin miedo de ser rechazados. La oración acompañada de estos requisitos tiene una eficacia garantizada por la misma palabra del Señor: «Perdonad y se os perdonará, dad y se os dará» (Lc 6, 37-38). De esta manera la oración atrae la misericordia divina y expía los pecados cometidos, sobre todo cuando va unida al sacramento de la Penitencia, porque entonces «participa especialmente de la infinita expiación de Cristo» (Paen 7), o cuando, en la Misa, se une a la oración y al sacrificio del Señor, el cual todos los días se ofrece al Padre como «víctima inmolada por nuestra redención» (Plegarias Eucar. III).
Padre nuestro que estás en los cielos… ¡Oh Hijo de Dios y Señor mío!, ¿cómo dais tanto junto a la primer palabra? Ya que os humilláis a Vos con extremo tan grande en juntaros con nosotros al pedir y haceros hermano de cosa tan baja y miserable, ¿cómo nos dais en nombre de vuestro Padre todo lo que se puede dar, pues queréis que nos tenga por hijos, que vuestra palabra no puede faltar? Obligáisle a que la cumpla, que no es pequeña carga; pues en siendo Padre nos ha de sufrir por graves que sean las ofensas. Si nos tornamos a él, como al hijo pródigo, hanos de perdonar, hanos de consolar en nuestros trabajos, hanos de sustentar como lo ha de hacer un tal Padre, que forzado ha de ser mejor que todos los padres del mundo; porque en él no puede haber sino todo bien cumplido y después de todo esto hacernos participantes y herederos con Vos.
Perdónanos, Señor, nuestras deudas, así como nosotros las perdonamos a nuestros deudores… Cosa es ésta, para que miremos mucho en ella; que una cosa tan grave y de tanta importancia como que nos perdone nuestro Señor nuestras culpas, que merecían fuego eterno, se nos perdone con tan baja cosa como es que perdonemos; y aun de esta bajeza tengo tan pocas que ofrecer, que de balde me habéis, Señor, de perdonar. Aquí cabe bien vuestra misericordia…
Mas ¡qué estimado debe ser este amarnos unos a otros del Señor! Pues pudiera el buen Jesús ponerle [al Padre] delante otras cosas y decir: perdónanos, Señor, porque hacemos mucha penitencia, o porque rezamos mucho y ayunamos y lo hemos dejado todo por Vos y os amamos mucho; y no dijo porque perderíamos la vida por Vos, y otras cosas que pudiera decir, sino sólo porque perdonamos. Por ventura, como nos conoce por tan amigos de esta negra honra y como cosa más dificultosa de alcanzar de nosotros y más agradable a su Padre, la dijo y se la ofrece de nuestra parte. (STA. TERESA DE JESUS, Camino, 27, 2; 36, 1-7).
Tomado del Libro INTIMIDAD DIVINA, Meditaciones sobre la vida interior
para la Cuaresma y Semana Santa, del P Gabriel de Santa María Magdalena O.C.D.