RENUNCIA Y DESAPEGO, 12 de Marzo

«¡Oh Señor!, me sacarás de la red que me han tendido, porque tú eres mi fortaleza» (Sal 31, 5).

1.— «Israel, conviértete al Señor Dios tuyo, porque tropezaste con tu pecado» (Os 14, 2). Con estas palabras de los antiguos profetas, la Iglesia, en el tiempo cuaresmal, sigue invitando a sus hijos a la conversión. Invitación que interesa a todos: a los pecadores endurecidos en el mal, a los tibios, a los indiferentes, y  aun a las personas dadas a la vida espiritual a fin de que realicen en sí mismas una profunda purificación interior. Y como Israel, requerido por Oseas prometía a Dios volver a la pureza de su culto, abandonando todos los ídolos —«No volveremos a llamar dios a la obra de nuestras manos—, del mismo modo el cristiano debe acoger la invitación de la Iglesia, proponiéndose un desapego total  de cualquier cosa que le impida entregarse a Dios. Siempre será verdad que el hombre propende a crearse ídolos, más o menos grandes, los cuales roban a su corazón y a su vida lo que debería ser entregado a Dios. El primer ídolo lo crea en sí mismo, en la medida en que va buscando cuanto apaga el egoísmo, el orgullo, la vanidad, la codicia o el deseo desordenado de afecto. Simultáneamente, las pasiones le inducen con facilidad a apegarse a personas o cosas, que se convierten para él en otros tantos ídolos. Así es cómo el hombre queda dividido en sus afectos, en sus energías vitales, y por lo tanto incapaz de entregarse totalmente a Dios. Si su vocación le compromete en una vida de santidad y de unión con el Señor, tal situación le obstruye el paso, y en lugar de ir adelante, se queda encallado. Cualquier apego voluntario, aunque mínimo, es una atadura que retiene al hombre en su lanzamiento hacía Dios, y le impide alcanzar la perfecta unión con él.

«Porque eso me da —dice san Juan de la  Cruz—  que una ave esté asida a un hilo delgado que a uno grueso, porque, aunque sea delgado, tan asida se estará a él como al grueso, en tanto que no le quebrare para volar. Verdad es que el delgado es más fácil de quebrar; pero, por fácil que es, si no le quiebra, no volará» (S I, 11, 4). En este estado se hallan muchas almas que, aun deseando entregarse a Dios, se dejan prender en la red de tantos pequeños apegos y costumbres defectuosas. Sólo una renuncia generosa puede quebrar estas ataduras y dar a esas almas la plena libertad de espíritu.

2.— «Creado por Dios en la justicia, el hombre, sin embargo, por instigación del demonio, en el propio exordio de la historia, abusó de su libertad, levantándose contra Dios y pretendiendo alcanzar su propio fin al margen de Dios» (GS 13).  Para reconquistar la santidad perdida y restablecer la comunión con Dios es necesario un camino hacia atrás, camino de desapego y de renuncia total. Es ésta una exigencia del bautismo; para que la gracia  bautismal conduzca realmente a una vida nueva en Cristo, hay que morir a todo lo que puede suponer pecado y que, de cualquier modo, está en contraste con la santidad de Cristo. Es también una exigencia del primer mandamiento, dado por Dios en el Antiguo Testamento y reafirmado por Cristo en el Nuevo: «El Señor nuestro Dios es el único Señor, y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu  alma, con toda tu mente, con todo tu ser» (Mc 12, 29-30). Ese «todo», repetido con insistencia, significa que «nada» debe impedir o disminuir el amor a Dios. Si el corazón está ocupado por afectos desordenados hacia el propio yo o hacia las criaturas, no puede amar con todo el ser. El precepto de la caridad reconoce como elemento recíproco la renuncia total a todo afecto que no esté de acuerdo con el amor a Dios y no pueda ser incorporado a tal amor. El hombre no tiene más de una voluntad,  dice san Juan de la Cruz, y ésa, «si se embaraza y emplea en algo, no queda libre, sola y pura, como se requiere para la divina transformación» (S 1, 11, 6). Cuando el hombre se apega a las criaturas, se hace su esclavo, y en lugar de hallar en ellas una ayuda para ir a Dios, halla un tropiezo, un estorbo. Por eso, el Santo insiste: «Para venir a poseerlo todo [a Dios], no quieras poseer algo en nada… Cuando reparas en algo, dejas de arrojarte al todo» (ibid 13, 11. 12).

También  el mandamiento del amor al  prójimo —«Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mc 12, 31)— impone análogas exigencias, y para ser observado con plenitud, requiere la renuncia generosa del egoísmo. Renuncia y desapego no son la santidad misma, pero son condiciones     indispensables para alcanzarla, precisamente porque hacen posible la  plenitud del amor.


Señor, considerando nuestras miserias y la promesa de su curación, respondemos inmediatamente: Henos aquí en tu presencia, porque  tú eres el Señor Dios nuestro… Hemos sido llamados, y hemos respondido: Henos aquí en tu presencia. Y mostraremos con los hechos que, habiendo prometido ser tuyos, no nos sometemos a ningún otro fuera de ti, y decimos: Porque tú, Señor, eres nuestro Dios. En efecto, no reconocemos a ningún otro dios: no al vientre, como los glotones, cuyo dios es el vientre. No al dinero, como los avaros, porque la avaricia es idolatría. No divinizamos ninguna otra cosa ni la adoramos como a Dios, según hacen muchos; tú, ¡oh Dios!, estás por encima de todos, para todos, en todos, y estamos vinculados en la caridad que nos une a ti. Sí, la caridad nos une a Dios. Repetimos: Henos aquí en tu presencia, porque tú, Señor, eres nuestro Dios. (ORIGENES, de Oraciones de  los  primeros cristianos, 64).

Harto mal es, Señor, que os lleguéis Vos a un alma de esta suerte y se llegue ella después a cosa de la tierra para atarse a ella… Cuando no nos damos a Vos con la determinación que Vos os dais a nosotros, harto hacéis de dejarnos en oración mental y visitarnos de cuando en cuando, como criados que están en su viña; mas estotros son hijos regalados, no los querría quitar de cabe sí, ni los quita, porque ya ellos no se quieren quitar; siéntalos a su mesa, dales de lo que come hasta quitar el bocado de la boca para dárselo…

¡Oh bienaventurada dejación de cosas tan pocas y tan bajas, que llega a tan gran estado! ¡Vos nos amáis, Señor! Amáis a quien os ama,  y no con poco amor. ¿Por qué no os mostraremos nosotros, en cuanto podemos, el amor? ¡Es hermoso trueque dar nuestro amor por el vuestro! Vos lo podéis todo, y acá nosotros no podemos sino lo que Vos nos hacéis poder.

Pues ¿qué es esto que hacemos por Vos, Señor, hacedor nuestro? Que es tanto como nada, una determinacioncilla. Pues si lo que no es nada queréis que merezcamos por ello el todo, no  seamos desatinados. (SANTA TERESA DE JESUS, Camino, 16, 8, 10).

Tomado del Libro INTIMIDAD DIVINA, Meditaciones sobre la vida interior
para la Cuaresma y Semana Santa, del P Gabriel de Santa María Magdalena O.C.D.

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